Lectura: Competencias para ser
competentes
Por José Enebral Fernández. FYCSA.
Parece que fue hace unos 30 años, en
EEUU, cuando surgió más formalmente la necesidad de atender a todos los
principales aspectos que contribuyen a ser un top performer en cada
puesto de trabajo. Como es sabido, el “competency movement” fue
impulsado por David McClelland, autor, en 1973, del artículo “Testing for
Competence rather than for Intelligence”, que sigue siendo un referente
histórico en la gestión por competencias. McClelland apunta no sólo a aspectos
tales como los conocimientos y habilidades, sino también a otros que pueden
augurar o predecir un desempeño altamente satisfactorio de un puesto de trabajo
(estamos pensando en creencias, valores, actitudes y comportamientos).
Actualmente, la selección, la gestión y la formación por competencias son ya
prácticas extendidas entre las grandes empresas, pero los resultados no son
siempre tan satisfactorios como se desea.
La idea -gestión por competencias- no
pretende parecer brillante; simplemente parte del hecho visible de que personas
con similar perfil “hard” presentan, sin embargo, muy diferentes performances.
La diferencia parece encontrarse en buena medida en la parte “soft” de
nuestro perfil profesional: desde la sensibilidad de recordar los nombres de
los clientes y proveedores, el tacto en las relaciones dentro de la
organización o la comprensión de los demás, hasta la actitud de aprendizaje
permanente, el manejo riguroso de conceptos, el pensamiento analítico o la visión
de futuro. Cada puesto de trabajo precisa de competencias específicas, y a
ellas deben atender los esfuerzos de desarrollo profesional y formación continúa
en las empresas. Sin menoscabo de lo dicho, los conocimientos son, sin duda,
muy determinantes; se habla cada vez con más insistencia de la idea de
“trabajadores del conocimiento”, y también asistimos a una explosión de la
inquietud por gestionar bien el conocimiento dentro de las empresas.
Aunque parece, desde luego, preciso
distinguir entre directivos y trabajadores, el alto rendimiento de las personas
pasa, por consiguiente, por los conocimientos, pero también por una serie de
habilidades, valores, creencias, actitudes y conductas, que es preciso
identificar en cada caso. A menudo surgen reservas sobre la posibilidad de
desarrollar algunas de estas competencias en personas que no parecen poseerlas,
pero, por un lado, hemos de seleccionar personas atendiendo a estos
requerimientos, y por otro, pensamos que las competencias son desarrollables
mediante los métodos idóneos.
Competencias de los directivos
En un audaz ejercicio de síntesis,
cabe pensar, en lo que se refiere al personal directivo, que algunas
competencias cognitivas y emocionales no estaban siendo suficientemente
consideradas. Que, por ejemplo, los directivos deben poseer habilidades de
liderazgo es algo que ya no se cuestiona; sin embargo no todos presentan estas
habilidades en su perfil profesional, ni encontramos siempre la forma de
desarrollarlas.
Al hablar de competencias cognitivas,
los expertos suelen destacar el pensamiento analítico y el pensamiento
conceptual; y es que realmente nuestra capacidad de pensar parece estar
subutilizada en el ejercicio profesional. Nosotros añadiríamos otras
modalidades de pensamiento que también constituyen competencias precisas en
muchos directivos; nos referimos, por ejemplo, a la capacidad de síntesis o al
pensamiento sistémico. Insistiendo en este último atributo, decía Gregory
Bateson que los mayores problemas del mundo tenían su origen en la diferencia
entre cómo funciona la naturaleza y cómo piensa el hombre. Nosotros podemos
decir que buena parte de los problemas de las organizaciones se deben a que las
personas no somos suficientemente conscientes de cómo funcionan. Hay que
recordar ya que una empresa es un sistema -conjunto de elementos
interdependientes que forman un todo y que se relacionan para el logro de un
propósito- y que, en general, nos falta pensamiento sistémico. Es un poco como
si los árboles no nos dejaran ver el bosque.
Hace algunas décadas, Jay Forrester
nos hablaba de la “dinámica de sistemas” pero, como sabe el lector, ha sido más
recientemente Peter Senge quien nos ha insistido en la necesidad del
pensamiento sistémico en las empresas: su libro “La quinta disciplina” es,
sin duda, una de las mejores aportaciones a la literatura del management
en las últimas décadas. En definitiva, hemos de ser más conscientes de cómo las
partes contribuyen al todo y también de las consecuencias, a corto y largo
plazo, de nuestras decisiones. Cuando encaramos un problema, y tras
identificarlo con rigor, han de emerger las circunstancias y causas
subyacentes, y hemos de adoptar soluciones eficaces que no generen nuevos
problemas. He aquí, en el pensamiento sistémico, una habilidad cognitiva de incuestionable
necesidad, quizá especialmente en directivos de ato nivel.
Y al hablar de competencias
emocionales, el lector habrá identificado que nos referimos a la denominada
inteligencia emocional, tanto en su vertiente intrapersonal (confianza en sí
mismo, flexibilidad, autocontrol, perseverancia, etc.) como en la interpersonal
(establecimiento de relaciones, empatía, etc.). Se trata de hacer el mejor uso
de las emociones y sentimientos propios y de nuestros colaboradores. Diríase
que no en vano Daniel Goleman fue pupilo de McClelland, aunque la idea de
inteligencia emocional ya fuera antes formulada por psicólogos de prestigio
como Reuven BarOn, Peter Salovey o John Mayer.
Todo lo anterior tiene bastante que
ver con la evolución del papel de los directivos, especialmente de los
intermedios. Es verdad que estamos asistiendo a un aplanamiento de las
organizaciones, es decir, a una reducción del porcentaje relativo de directivos
y mandos intermedios, pero su papel adquiere nuevas e importantes dimensiones.
Entre las funciones de creciente peso específico de los directivos intermedios
podríamos apuntar a la alineación de la gestión cotidiana con la estrategia de
la compañía o a la identificación de áreas de innovación y mejora; pero, en
definitiva y en resumen, los directivos han de asegurar la mejor contribución
de sus colaboradores a los resultados presentes y futuros de la empresa. Esta
última idea nos presenta a los directivos intermedios como administradores del
capital intelectual y emocional de los trabajadores. Esta función exige, sin
duda, competencias personales muy específicas que no precisaban los jefes de un
pasado no tan lejano.
Competencias de los trabajadores
Podríamos considerar la Teoría Y (1960),
de Douglas McGregor, como el origen de los cambios culturales todavía en curso
en muchas empresas. El autor dibujaba entonces una imagen de trabajador capaz,
responsable y comprometido, que hoy resulta natural aunque en su momento
suscitó no pocas controversias. Pero a esta notable evolución cultural en las
relaciones empresa-empleados hay que sumar el implacable avance tecnológico y
también la globalización y otros fenómenos que caracterizan la actividad
económica en nuestros días. Seguramente, lo más visible de los cambios en curso
en las empresas son las nuevas relaciones jefes-colaboradores. No es que
todavía se hallen, en general, en el punto deseado; pero al menos se viene
coincidiendo en la tendencia del reparto de poderes y responsabilidades. Todo
apunta al liderazgo y el empowerment como principios reguladores de las
relaciones jerárquicas en las empresas. Son principios reconocidos como
saludables, pero que en su materialización han de sortear obstáculos de
diferente naturaleza. No todos los jefes y colaboradores están todavía
preparados y dispuestos para asumir sus nuevos roles, aunque el cambio sea
irreversible. Ser más competentes pasa inexorablemente por vivir plenamente los
tiempos que corren.
Pero entre el colectivo de
trabajadores, queríamos detenernos en los trabajadores del conocimiento. Hace
más de treinta años, algunos pensadores comenzaron a destacar la importancia
del conocimiento dentro de las empresas. Parece que fue Peter Drucker quien
acuñó la expresión “knowledge worker”, pero también economistas de prestigio
como Kenneth Arrow o Friedrich Von Hayek han insistido en ello. Sin duda, el
perfil del trabajador ha evolucionado muy sensiblemente desde los tiempos de
Taylor y Gilbreth: cada día tenemos que saber más y, a la vez, obtener el mejor
provecho colectivo de nuestros conocimientos.
En su desarrollo profesional, las
personas tienen dos posibilidades básicas a las que deseamos apuntar: llegar a
ser un directivo-líder o ser un knowledge worker en permanente
aprendizaje. No decimos nada nuevo, pero sí queremos insistir en el valor de los
trabajadores expertos. Y atención: uno es valioso para la empresa no solamente
por lo mucho que sabe, sino también por lo que hace fluir sus conocimientos. La
empresa necesita que los conocimientos no sean individuales sino colectivos,
por ello tendríamos que estar siempre aprendiendo y además poniendo nuestro
saber a disposición de los demás. Parece que esto es lo que al respecto se
postula en todo el mundo.
Quizá no haga falta decirlo pero, al
hablar del saber, no nos referimos únicamente a los conocimientos explícitos
que se adquieren mediante cursos u otros medios similares de transmisión de los
mismos. También cabe considerar aquellos otros implícitos, fruto de la
observación o de las vivencias propias: lo que llamamos, en general,
experiencia. La experiencia no solo nos sirve para hacer las cosas mejor, sino
para distinguir mejor el nivel de calidad de lo hecho. En algún caso, la falta
de experiencia podría conducir a una especie de panfilismo: a dar por bueno lo
que no lo es. El mejor knowledge worker reúne saber explícito y saber
implícito o tácito: tiene experiencia; además tiene potencial y disposición
para seguir aprendiendo.
Conclusión
Concluyendo, podemos decir que los
cambios que viven las empresas afectan a los perfiles profesionales de los altos
ejecutivos, de los trabajadores y, de manera singular, de los directivos
intermedios. El perfil de éstos ha evolucionado muy sensiblemente en
consonancia con la necesidad de asegurar la mejor contribución de los
trabajadores a los resultados esperados por la organización. Estos
directivos-líderes han de saber extraer lo mejor de sus colaboradores,
propiciando al mismo tiempo su satisfacción profesional.
Para todos, sentirnos plenamente
contribuyentes a los buenos resultados de la empresa desde nuestra capacidad y
eficacia, resulta reconfortante y satisfactorio; especialmente cuando nos
movemos en un entorno de colaboración, confianza y reconocimiento. La Dirección
de las empresas asume el reto de propiciar este clima de rendimiento y
satisfacción, pero somos todos quienes hemos de hacerlo posible: vale la pena y
así se hace en muchos casos. Nos parece que en la empresa los sentimientos son
contagiosos y hemos de tratar de que lo que se contagie sea el compromiso y la
satisfacción.
José Enebral Fernández. FYCSA