sábado, 14 de noviembre de 2020

Lectura: Competencias para ser competentes por José Enebral Fernández. FYCSA.

 

Lectura: Competencias para ser competentes

Por José Enebral Fernández. FYCSA.

Parece que fue hace unos 30 años, en EEUU, cuando surgió más formalmente la necesidad de atender a todos los principales aspectos que contribuyen a ser un top performer en cada puesto de trabajo. Como es sabido, el “competency movement” fue impulsado por David McClelland, autor, en 1973, del artículo “Testing for Competence rather than for Intelligence”, que sigue siendo un referente histórico en la gestión por competencias. McClelland apunta no sólo a aspectos tales como los conocimientos y habilidades, sino también a otros que pueden augurar o predecir un desempeño altamente satisfactorio de un puesto de trabajo (estamos pensando en creencias, valores, actitudes y comportamientos). Actualmente, la selección, la gestión y la formación por competencias son ya prácticas extendidas entre las grandes empresas, pero los resultados no son siempre tan satisfactorios como se desea.

La idea -gestión por competencias- no pretende parecer brillante; simplemente parte del hecho visible de que personas con similar perfil “hard” presentan, sin embargo, muy diferentes performances. La diferencia parece encontrarse en buena medida en la parte “soft” de nuestro perfil profesional: desde la sensibilidad de recordar los nombres de los clientes y proveedores, el tacto en las relaciones dentro de la organización o la comprensión de los demás, hasta la actitud de aprendizaje permanente, el manejo riguroso de conceptos, el pensamiento analítico o la visión de futuro. Cada puesto de trabajo precisa de competencias específicas, y a ellas deben atender los esfuerzos de desarrollo profesional y formación continúa en las empresas. Sin menoscabo de lo dicho, los conocimientos son, sin duda, muy determinantes; se habla cada vez con más insistencia de la idea de “trabajadores del conocimiento”, y también asistimos a una explosión de la inquietud por gestionar bien el conocimiento dentro de las empresas.

Aunque parece, desde luego, preciso distinguir entre directivos y trabajadores, el alto rendimiento de las personas pasa, por consiguiente, por los conocimientos, pero también por una serie de habilidades, valores, creencias, actitudes y conductas, que es preciso identificar en cada caso. A menudo surgen reservas sobre la posibilidad de desarrollar algunas de estas competencias en personas que no parecen poseerlas, pero, por un lado, hemos de seleccionar personas atendiendo a estos requerimientos, y por otro, pensamos que las competencias son desarrollables mediante los métodos idóneos.

Competencias de los directivos

En un audaz ejercicio de síntesis, cabe pensar, en lo que se refiere al personal directivo, que algunas competencias cognitivas y emocionales no estaban siendo suficientemente consideradas. Que, por ejemplo, los directivos deben poseer habilidades de liderazgo es algo que ya no se cuestiona; sin embargo no todos presentan estas habilidades en su perfil profesional, ni encontramos siempre la forma de desarrollarlas.

Al hablar de competencias cognitivas, los expertos suelen destacar el pensamiento analítico y el pensamiento conceptual; y es que realmente nuestra capacidad de pensar parece estar subutilizada en el ejercicio profesional. Nosotros añadiríamos otras modalidades de pensamiento que también constituyen competencias precisas en muchos directivos; nos referimos, por ejemplo, a la capacidad de síntesis o al pensamiento sistémico. Insistiendo en este último atributo, decía Gregory Bateson que los mayores problemas del mundo tenían su origen en la diferencia entre cómo funciona la naturaleza y cómo piensa el hombre. Nosotros podemos decir que buena parte de los problemas de las organizaciones se deben a que las personas no somos suficientemente conscientes de cómo funcionan. Hay que recordar ya que una empresa es un sistema -conjunto de elementos interdependientes que forman un todo y que se relacionan para el logro de un propósito- y que, en general, nos falta pensamiento sistémico. Es un poco como si los árboles no nos dejaran ver el bosque.

Hace algunas décadas, Jay Forrester nos hablaba de la “dinámica de sistemas” pero, como sabe el lector, ha sido más recientemente Peter Senge quien nos ha insistido en la necesidad del pensamiento sistémico en las empresas: su libro “La quinta disciplina” es, sin duda, una de las mejores aportaciones a la literatura del management en las últimas décadas. En definitiva, hemos de ser más conscientes de cómo las partes contribuyen al todo y también de las consecuencias, a corto y largo plazo, de nuestras decisiones. Cuando encaramos un problema, y tras identificarlo con rigor, han de emerger las circunstancias y causas subyacentes, y hemos de adoptar soluciones eficaces que no generen nuevos problemas. He aquí, en el pensamiento sistémico, una habilidad cognitiva de incuestionable necesidad, quizá especialmente en directivos de ato nivel.

Y al hablar de competencias emocionales, el lector habrá identificado que nos referimos a la denominada inteligencia emocional, tanto en su vertiente intrapersonal (confianza en sí mismo, flexibilidad, autocontrol, perseverancia, etc.) como en la interpersonal (establecimiento de relaciones, empatía, etc.). Se trata de hacer el mejor uso de las emociones y sentimientos propios y de nuestros colaboradores. Diríase que no en vano Daniel Goleman fue pupilo de McClelland, aunque la idea de inteligencia emocional ya fuera antes formulada por psicólogos de prestigio como Reuven BarOn, Peter Salovey o John Mayer.

Todo lo anterior tiene bastante que ver con la evolución del papel de los directivos, especialmente de los intermedios. Es verdad que estamos asistiendo a un aplanamiento de las organizaciones, es decir, a una reducción del porcentaje relativo de directivos y mandos intermedios, pero su papel adquiere nuevas e importantes dimensiones. Entre las funciones de creciente peso específico de los directivos intermedios podríamos apuntar a la alineación de la gestión cotidiana con la estrategia de la compañía o a la identificación de áreas de innovación y mejora; pero, en definitiva y en resumen, los directivos han de asegurar la mejor contribución de sus colaboradores a los resultados presentes y futuros de la empresa. Esta última idea nos presenta a los directivos intermedios como administradores del capital intelectual y emocional de los trabajadores. Esta función exige, sin duda, competencias personales muy específicas que no precisaban los jefes de un pasado no tan lejano.

Competencias de los trabajadores

Podríamos considerar la Teoría Y (1960), de Douglas McGregor, como el origen de los cambios culturales todavía en curso en muchas empresas. El autor dibujaba entonces una imagen de trabajador capaz, responsable y comprometido, que hoy resulta natural aunque en su momento suscitó no pocas controversias. Pero a esta notable evolución cultural en las relaciones empresa-empleados hay que sumar el implacable avance tecnológico y también la globalización y otros fenómenos que caracterizan la actividad económica en nuestros días. Seguramente, lo más visible de los cambios en curso en las empresas son las nuevas relaciones jefes-colaboradores. No es que todavía se hallen, en general, en el punto deseado; pero al menos se viene coincidiendo en la tendencia del reparto de poderes y responsabilidades. Todo apunta al liderazgo y el empowerment como principios reguladores de las relaciones jerárquicas en las empresas. Son principios reconocidos como saludables, pero que en su materialización han de sortear obstáculos de diferente naturaleza. No todos los jefes y colaboradores están todavía preparados y dispuestos para asumir sus nuevos roles, aunque el cambio sea irreversible. Ser más competentes pasa inexorablemente por vivir plenamente los tiempos que corren.

Pero entre el colectivo de trabajadores, queríamos detenernos en los trabajadores del conocimiento. Hace más de treinta años, algunos pensadores comenzaron a destacar la importancia del conocimiento dentro de las empresas. Parece que fue Peter Drucker quien acuñó la expresión “knowledge worker”, pero también economistas de prestigio como Kenneth Arrow o Friedrich Von Hayek han insistido en ello. Sin duda, el perfil del trabajador ha evolucionado muy sensiblemente desde los tiempos de Taylor y Gilbreth: cada día tenemos que saber más y, a la vez, obtener el mejor provecho colectivo de nuestros conocimientos.

En su desarrollo profesional, las personas tienen dos posibilidades básicas a las que deseamos apuntar: llegar a ser un directivo-líder o ser un knowledge worker en permanente aprendizaje. No decimos nada nuevo, pero sí queremos insistir en el valor de los trabajadores expertos. Y atención: uno es valioso para la empresa no solamente por lo mucho que sabe, sino también por lo que hace fluir sus conocimientos. La empresa necesita que los conocimientos no sean individuales sino colectivos, por ello tendríamos que estar siempre aprendiendo y además poniendo nuestro saber a disposición de los demás. Parece que esto es lo que al respecto se postula en todo el mundo.

Quizá no haga falta decirlo pero, al hablar del saber, no nos referimos únicamente a los conocimientos explícitos que se adquieren mediante cursos u otros medios similares de transmisión de los mismos. También cabe considerar aquellos otros implícitos, fruto de la observación o de las vivencias propias: lo que llamamos, en general, experiencia. La experiencia no solo nos sirve para hacer las cosas mejor, sino para distinguir mejor el nivel de calidad de lo hecho. En algún caso, la falta de experiencia podría conducir a una especie de panfilismo: a dar por bueno lo que no lo es. El mejor knowledge worker reúne saber explícito y saber implícito o tácito: tiene experiencia; además tiene potencial y disposición para seguir aprendiendo.

Conclusión

Concluyendo, podemos decir que los cambios que viven las empresas afectan a los perfiles profesionales de los altos ejecutivos, de los trabajadores y, de manera singular, de los directivos intermedios. El perfil de éstos ha evolucionado muy sensiblemente en consonancia con la necesidad de asegurar la mejor contribución de los trabajadores a los resultados esperados por la organización. Estos directivos-líderes han de saber extraer lo mejor de sus colaboradores, propiciando al mismo tiempo su satisfacción profesional.

Para todos, sentirnos plenamente contribuyentes a los buenos resultados de la empresa desde nuestra capacidad y eficacia, resulta reconfortante y satisfactorio; especialmente cuando nos movemos en un entorno de colaboración, confianza y reconocimiento. La Dirección de las empresas asume el reto de propiciar este clima de rendimiento y satisfacción, pero somos todos quienes hemos de hacerlo posible: vale la pena y así se hace en muchos casos. Nos parece que en la empresa los sentimientos son contagiosos y hemos de tratar de que lo que se contagie sea el compromiso y la satisfacción.

José Enebral Fernández. FYCSA